1. Estereotipos


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1. Estereotipos

Este marzo, otra postal de Madrid. Por un lado, el vestíbulo de la estación de Atocha, con su exuberante jardín botánico, su cubierta de hierro, las mesas y sillas de una cafetería y unos cuantos turistas o madrileños desperdigados aquí y allá; por el otro, una sola frase: «Bájate en Atocha, catalán». Estaba firmada por «Un puto madrileño».
Sin embargo, yo sabía que quien me mandaba la postal era Mateo. Era la cuarta que me enviaba desde que se fue de Cracovia, las cuatro postales con la misma frase imperativa o imploradora y la misma rúbrica ofensiva o autoparódica, según quién las leyera. Pero esta vez no lo llamé por teléfono, en vano, para intentar decirle que, como en las tres ocasiones anteriores, por desgracia tampoco entonces podría visitarlo, sino que fui a una tienda para turistas y compré una postal de Juan Pablo II en la que, superpuesto a un cielo azul celestial, el papa le sonreía al remitente con una confianza que no era de este mundo; me senté en uno de los bares cracovianos que solía frecuentar con Mateo y le respondí escueto: «Este verano sí me bajo en Atocha, madrileño» y, satisfecho de mi frase, firmé la postal: «Un puto catalán».
Pocos días después de meterla en un buzón de Cracovia, fue él quien, por fin, me llamó: «No me jodas, ¿vienes a Madrid de verdad?». «Que sí, puto madrileño», le contesté yo.
Acababa de comprarme un billete de avión Cracovia-Madrid.
Karol Józef Wojtyła y Joaquín Ramón Martínez Sabina, papa polaco y cantautor español respectivamente, uno de Wadowice y otro de Úbeda, más conocidos como Juan Pablo II y Joaquín Sabina, aunque Mateo y yo los llamábamos Juan y Joaquín o J&J, fueron los primeros puntos de apoyo de nuestra amistad. Como buen madrileño, Mateo era un devoto total del de Úbeda —Donde habita el olvido, Yo me bajo en Atocha—; en cambio, a mí mis padres me habían inculcado desde niño el entusiasmo por aquella voz siempre escacharrada: en nuestros viajes en coche, mi hermana y yo solíamos pedirles que queríamos escuchar al Sardina una y otra vez —Ruido, El blues de lo que pasa en mi escalera—. Por contra, la relación que el puto madrileño y el puto catalán manteníamos con el difunto papa era menos convencional: ya antes de conocernos, a ambos nos gustaba guasearnos de la pasión casi concupiscente que despierta en los más patrioteros y chupalámparas. En la Polonia donde nos conocimos, su cara remataba las esculturas papistas; las pinturas juanpablistas reproducían su busto; la iglesia evocaba hasta aburrir los dos milagros wojtylianos; las calles, avenidas y plazas llevaban su nombre papal; la historia oficial consignaba sus méritos y los souvenirs sintetizaban y vendían todo lo antedicho, por ejemplo en postales como la que mandé a Madrid. En el fondo nosotros también sentíamos devoción y entusiasmo por Juan Pablo II, pero pasados por una grumosa pátina de ironía. Este desprecio indirecto se materializaba en la colección de objetos kitsch que decoraban el alféizar de mi hogar cracoviano, la cual, cómo no, le debía a Mateo dos componentes esenciales: una taza con un rostro santo y un imán con una jeta pontificia.
Las postales eran cuatro pruebas más de una amistad en suspenso, disgregada por la incertidumbre característica de Mateo y por los casi tres mil kilómetros que nos separaban. Pero si sin dejar de mirarlas miro hacia atrás, todavía me sorprende que lo nuestro fuera más allá de la primera impresión que aquel tipo me dio. Acababan de contratarme en la Academia, una escuela de español de Cracovia, cuando la directora, cubana, me fue presentando a los profesores: «fulano es mexicano», «¿quíubole?», «tal es argentino», «¿cómo andás?», «esta es venezolana», «¡épale!», «mengano es chileno», «¿cómo estái?», «y este es Mateo, de Madrid». Mientras me estrechaba la mano, escuché su voz por primera vez y su primera mateoría:
—¡Coño, lo que me faltaba por ver: un catalán dando clases de español! ¡No me jodas!
Y soltó una carcajada atropellada, una risotada escalabrándose por la escalera.

Mateo resultó ser genuina, genéticamente anticatalán. Cuando yo entraba en la sala de profesores de la escuela, se ponía a imitar el acento catalán, es decir, a imitar a Eugenio, el conocido cómico que con su exagerado acento llegó a popularizar en el resto de España algunas palabras y expresiones catalanas. Y gracias a Mateo, o por su culpa, me aprendí todos los chistes de catalanes habidos y por haber:
—¿Sabes quién inventó el alambre? Pues dos catalanes peleándose por una peseta —aunque Mateo pronunciaba «poh doh catalaneh».
—¿Qué hace un catalán cuando tiene frío? Se acerca a la estufa. ¿Y si tiene mucho mucho frío? La enciende.
Después de cada chiste y tras cada mateoría, soltaba una carcajada estrepitosa de las suyas. Lo más extraño era que su risa descompaginada conseguía arrastrarnos a todos escaleras abajo. Los otros profesores presentes, españoles o latinoamericanos, conocieran o no los estereotipos catalanes, aunque ya hubieran escuchado antes el chiste o ni siquiera lo pillaran, rompían magnéticamente a reír, y a mí se me pegaba la risotada ajena, por mucho que me jodiera. Afortunadamente, de vez en cuando también imitaba a los mexicanos, a los argentinos y a los andaluces, y se sabía chistes de todos los países y continentes, incluso de polacos.
—Oye, catalán. Tú eres repolaco, ¿no? Por lo de catalán y por lo de vivir en Polonia… —Y cuando terminaban las carcajadas de los profesores mexicano, argentino, venezolana y chileno, les tocaba a ellos—. No sus riais tan rápido, mis queridos glotólogos, que estoy seguro de que no habéis pillado el chiste. ¿O acaso sabíais que en España a los catalanes les llamamos polacos?
Además de graciosete y anticatalán, Mateo me parecía castizo, ligón, pijo, madridista, gárrulo y tunante. Pero, por encima de los demás adjetivos, era egocéntrico, chulo, altanero, engreído, vanidoso, soberbio y fantasma, y la acumulación exhaustiva de sinónimos no logra contener toda su arrogancia, tan arrumbadora como su risa.
—Descendientes de Colón —les decía a los otros profesores—: si no entendéis al catalán cuando habla, me le decís y os le traduzco. Que aprendí su lengua en la etiqueta de una botella de cava, una copia catalana del champán, porque ya se sabe que importar el vino espumoso de Francia no es barato.
Mateo componía un cuadro costumbrista demasiado perfecto, como si estuviera atrapado en una zarzuela casposa. Era un actor que no podía parar de actuar: se le había quedado pegado el papel.
—¿Sabéis quién inventó el independentismo? Un catalán que fue a renovar el carné de identidad, que en España le llamamos deneí, y le cobraron veinte eurazos —Mateo hacía una pausa, esperaba a que acabaran las risas y continuaba enviscándonos—. Mi querido público latino: supongo que vais deduciendo cuál es el estereotipo catalán, ¿no?
A los pocos días de haberlo conocido, reaccioné y empecé a defenderme de su acogotamiento, o sea, a reírme de los madrileños, a pesar de que no tenía nada en su contra. Sobre todo comencé a mofarme de las derrotas del Real Madrid, a pesar de que a mí el fútbol ni me va ni me viene. Por primera vez en mi vida, me vi aferrándome a las victorias del F. C. Barcelona como a un clavo ardiente, con fe de meapilas papista; por suerte, en la temporada 2012-2013 el equipo de Gerard Piqué, Iniesta, Cristiano Ronaldo, Xavi y compañía estaba a la altura.
—Ay, catalán, ¡qué haréis ahora sin el Pep! Seguro que el Bayern le ha pagado unas cuantas pesetas a vuestro querido Guardiola…
Pero por mucho que me esforzara, por muy creativas, soeces e inteligentes que fueran mis gracietas, no causaban ni la mitad de risas que sus mateorías. En cambio, aunque sus bromitas fueran insulsas, vulgares o tontas, hacían reír porque Mateo las remataba con sus carcajadas destartaladas, eficientes como cartel de aplausos.

Yo no era ni soy un catalán de los que cuentan hasta el último céntimo, montan en burro, llevan barretina, alpargatas y camiseta del Barça, cazan setas los domingos, beben el vino en porrón, contestan en catalán si les preguntas en castellano, cuelgan la estelada en el balcón y tienen por carácter una aleación equilibrada de seny i rauxa; pero las burlas de Mateo me imponían este disfraz platónico de catalán. Sus puñetazos verbales me acorralaban en el cuadrilátero de la Academia y yo, contra las cuerdas, me defendía poniendo una sonrisa amarga y apenas lograba contraatacar soltando alguna de mis blandas gracietas. Como un adolescente acosado por un alumno repetidor, sentí en mis propias carnes que en un extremo del escarnio está la risa y en el otro, el llanto.
Para los demás profesores, yo era un saco de boxeo esculpido por los derechazos mateóricos. Ese saco no tenía nombre ni apellidos ni pasado; no dudaba ni pensaba; no disponía de tiempo libre para salir, leer o cocinar; no era, además de profesor de español, estudiante de intercambio en la Universidad Jaguelónica de Cracovia; no aspiraba a ser escritor; no compartía habitación con un andaluz en la residencia de estudiantes. En fin, todos mis atributos coincidían con el paradigma que me habían asignado. Accidentalmente, trabajaba en la Academia, sí, pero eso no era una grieta sino un rasguño mínimo en mi arquetipo. A sus ojos, seguía siendo «el catalán».
Mateo también era un personaje plano, «el madrileño», construido en oposición al mío. Reunía los tópicos más rancios de lo madrileño y lo español que un catalán como yo hubiera podido concebir. Pero él estaba a gusto con su papel, quizás porque en aquella comedia quien se llevaba los sopapos y hacía reír al público con sus divertidos tropiezos era yo.
Sin embargo, fuera de la Academia no lograba concentrarme en mis estudios ni conseguía aprovechar mi tiempo libre, sino que continuaba pensando en Mateo. Quería que dejara de llamarme catalán, que pararan sus burlas catalanófobas, pero yo seguía preso de ellas hasta cuando cesaban. A fuer de chistes, mateorías y carcajadas, el disfraz de catalán se convirtió en mi ropa de calle, en mi pijama, en mi uniforme de prisionero. Alejado de Mateo, yo todavía era una marioneta que, enredada en sus hilos, no se olvidaba de su titiritero.

Una de aquellas primeras tardes como profesor de español en Cracovia, recién salido de la Academia, avisté a Mateo unos cuantos pasos delante de mí. Me paré de golpe. Por suerte, no me había visto ni oído y yo lo dejé avanzar, para que se alejara y se perdiera por cualquier calle sin que me diera la matraca. Pero no: quizás guiado por una curiosidad de la que entonces aún no era consciente, quizás encantado por su anticarisma, quizás convencido sin saberlo de que en cada personaje hay una persona, quizás solo porque sí, empecé a seguirlo.
Mateo cantoneó por calles de Cracovia que yo todavía no conocía, entre edificios feúchos y estropeados, ejemplos del comunismo más decadente, y finalmente se metió en un portal que, deduje, era su casa, así que abandoné mi aguardadero y regresé a la mía sin más.
Otra tarde esperé fuera a que saliera de la Academia, tiritando de frío, y volví a seguirlo, esta vez de manera totalmente deliberada aunque aún sin porqué, como un cazador vegano; las calles que anduvo fueron otras, pero sus fachadas eran también fuliginosas, y acabó por entrar en un bar, en el que preferí no meterme.
Una tercera tarde se encontró con un tipo zarrapastroso, de pelo blanco y cara arrugada, en la que llevaba pegado un tubérculo enorme o nariz; pensé que sería un vagabundo de los que abundaban en Cracovia y que iba a darle dinero o conversación, pero en vez de eso le dio un abrazo, y después se fueron paseando al centro.
Varias tardes más lo seguí, por una mezcla de inercia y curiosidad. Fuera lo que fuera lo que quisiera encontrar, me pareció que no lo hallaba en ninguna de aquellas persecuciones pueriles.
Pero cada vez que, desde que se marchó de Cracovia, pienso en Mateo, lo recuerdo así: dándome la espalda, sus pasos alejándose de mí por las calles más secundarias de la ciudad, paseando sin saberse observado, con o sin rumbo, desvalido o desenmascarado. Ahora me parece que estaba rastreando su recuerdo.
Mis seguimientos mateóricos continuaron hasta que una tarde me lo encontré de frente, camino de la Academia. Antes de que me acusara de estarlo acosando, ataqué sin contemplaciones:
—¿Cuántos goles le van a caer esta vez al Madrid? ¿Otra manita? Iros preparando los putos madridistas, que dentro de poco el Barça os hará llorar de nuevo…
Me callé y me mantuve en tensión, pero solo noté un silencio extraño: el de la mateoría que no llegaba. A cambio, Mateo me sonrió y no se rio, extraña combinación. Y yo, como un tonto, seguí esperando a que restallara una de sus carcajadas rompehielos. Por fin, me contestó calmado:
—Tranquilízate, hombre, que estamos solos. —Me dio una palmadita en la espalda—. No hace falta que nos despellejemos todavía. —Y en vez de catalán me llamó por mi nombre.
No entendí por qué, pero a continuación me invitó a ver El Clásico, que se jugaría en un par de semanas, con él y unos amiguetes suyos. Me dio su número de teléfono y las señas del bar donde solían ver los partidos, así como de la mesa a la que se solían sentar: al fondo a la derecha, junto a la barra un tanto mugrienta, las mejores vistas de la televisión.
—Anímate, que no todos serán madrileños y madridistas.
Al llegar a la escuela, Mateo abrió la puerta de la sala de profes y pasó delante de mí:
—A ver, latin lovers, atiendan. Saben aquell que diu que un niño madrileño le pregunta a su padre: papá, papá, ¿qué es el amor? Pues nada, hijo, un invento de los catalanes para no pagar.


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Guillem González nació en Barcelona en 1986, pero creció en Girona, donde estudió Ingeniería Técnica en Informática de Gestión. Trabajó un par de años como programador informático, primero en un banco y luego en una startup, por eso después tuvo que irse a Barcelona a estudiar Humanidades en la UPF. Compaginó los estudios con varios trabajos más o menos precarios: pizzero, recepcionista de hotel, dependiente en una tienda de ropa o bibliotecario. El 11 de septiembre de 2012 hizo la mudanza de su piso de Barcelona para irse de Erasmus a Cracovia, donde todavía vive. Desde Polonia logró sacarse un máster en Formación e investigación literaria y teatral de la UNED. Trabaja como profesor de lengua y cultura españolas en el Instituto Cervantes de Cracovia y en la Universidad Jaguelónica. Nunca ha ganado un premio literario, y eso que lo ha intentado varias veces. Pero tiene un blog de literatura, De mí me río , y también colabora con publicaciones online como Revista de Letras y The Citizen. Y sobre todo lee.

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