Huérfanos


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El suelo

La metodología de la danza se fundamenta en instruir en la coordinación de posiciones y movimientos, entre otros, la alineación, el aplomo, la rotación o la elevación. En el ballet, el balance es la base técnica para mantener el equilibrio sobre el suelo y dominar el eje corporal: conocer el cuerpo. En cambio, la danza contemporánea consiste en el aprendizaje de la caída. El cuerpo debe habituarse a tomar contacto y relacionarse con el suelo: conocer el suelo. Así pues, entre las distintas disciplinas de la danza resulta tan necesario aprender a mantener el equilibrio como a perder la verticalidad. Lo primordial es que sea el cuerpo el que controle siempre el impacto al caer sobre el suelo.

2018

Puede resultar paradójico, pero no hay nada más constante y presente que la certeza de una ausencia. Como ella misma —mi hermana— solía decirme, yo era «un hijo único». Y así me sentía en aquellos momentos, como un hijo único que echa en falta a una hermana que no tiene. Forzaba mi pensamiento a evitar reparar en ella. La memoria se vuelve frágil en ciertos pasajes cuando se obstina uno en suprimir a otro y eximirse de culpa. Es obvio que un deseo no adquiere la condición imperativa de cumplirse, pero, como si de una particularidad de mi familia se tratara, podría decirse que la fortuna siempre resultaba esquiva hacia lo deseado. De modo que esperaba que mi hermana mayor no existiera, no se presentara y, por el mismo motivo, confiaba en que acabaría haciéndolo. Por el momento, me limitaba a ejercer la figura del único primogénito en el tanatorio. Concedía, con una disposición maleable en el trazo, mi firma sobre los papeles que por triplicado o cuadriplicado la funeraria iba colocando delante de mí.
Nuestra madre había muerto esa tarde a los sesenta y ocho años.
Se acercó mi tía, su hermana menor, quien, dada mi momentánea incapacidad, ocupaba la posición de matriarca de mi mutilada familia. «Ha venido», me susurró al oído, cubriendo sus labios con la mano, como si tratara de contener en ellos las palabras para impedir una reacción airada en el velatorio. Ya era demasiado tarde. Percibía cómo los murmullos del exterior agitaban las voces que se mitigaban en dirección a nuestra sala, hasta que distinguí una silueta entre cuerpos que se apartaban a su paso, todos se desplazaban con la convicción de que era a mí a quien se dirigía. Empezaba a sentir el peso que, a partir de esa noche, heredaría de mis padres, el silencio en torno a mi hermana, aquel que ellos habían custodiado y solo yo podría ahora perpetuar. Se estableció un cortafuego mediante el cual se omitieron algunos asuntos respecto a ella, construyendo un relato incompleto. Convivimos pocos años, un tiempo escaso y vedado, por lo que no pude confeccionar un perfil nítido acerca de su figura.
Avanzó hasta quedarse a un par de metros de mí. En ese instante, todos los presentes: familiares, amigos, conocidos de nuestra madre… se convirtieron en imágenes en pausa. Las diversas etapas de su vida habían atesorado una evolución incesante, caracterizada por la vehemencia y la polaridad. Ella, como bailarina que era, se movía por la vida en un salto flotante; un estado de ingravidez donde nunca sabías si estaba en ascenso o descenso. Yo, por el contrario, siempre permanecía de pie. Mi estado natural era la inmovilidad. Ese día observé en ella una irreconocible sobriedad que, conociéndola, no respondería al compromiso exigido por las circunstancias. No era su estilo adaptarse en deferencia a un protocolo, ni siquiera el referido a la muerte. Llevaba un abrigo de paño marrón, jersey de cuello de cisne, pantalones negros, un peinado neutro, media melena lisa, con raya al medio, de un tinte semejante a su castaño oscuro natural. Zapatos de charol, elegantes, sin desmesura; como siempre, sin tacón, para cuidar los tobillos. Su rostro no revelaba un ánimo de resistencia a sus cuarenta y tres años, iba maquillada solo lo preciso para determinar que se había ocupado de hacerlo. Me miraba vacilante, hasta que, con inseguridad, se acercó y abrió sus brazos para encajarse en mi cuerpo. La recibí en un acto reflejo. Ella ejerció más presión que yo, que tan solo me dejé abrazar. Su piel carecía de olor. El abrazo no duró mucho, no más de lo visualmente prudente.
En ese forzado contacto físico, mi vida pasó a través de ella. Así me lo pareció. Como aquella vez que, con la serenidad de la distancia, me contó que tuvo una inmejorable situación para haberse desprendido de mí. No lo ideó, ni siquiera lo provocó, solo se le presentó una ocasión en la cual, de no haber actuado, yo podría haber desaparecido y ella haber quedado impune. Según su relato, nuestros padres, ella y yo, regresábamos a Madrid después de pasar unos días de vacaciones. Paramos a mitad de camino en un área de descanso que tenía una gasolinera y un par de cafeterías-restaurantes. Yo salí para unirme a otros niños que revoloteaban por el aparcamiento, donde había un espacio amplio y multitud de camiones y autobuses. Jugábamos al escondite y, en ese momento, observé que el portaequipaje de un autobús se encontraba abierto. Me adentré en él y me oculté entre las maletas. Al parecer, yo no fui consciente de que todos los pasajeros ya se habían sentado y el conductor se disponía a cerrar el portaequipaje. El motor estaba encendido, era cuestión de segundos que emprendiera la marcha y nadie pudiera escuchar a un niño de cuatro años gritar. No resultaba sencillo conocer el destino, cuántas horas de viaje restarían, si podría soportar ahí dentro tanto tiempo y, de conseguirlo, cómo ofrecería las indicaciones precisas de mi residencia para que alguien me ayudara a regresar. La estimación de la fatalidad era incierta, quizá no del todo irreversible, pero albergaba una alta posibilidad de deducirse traumática. «Pude haberme hecho la tonta», dijo mi hermana, «tan solo haber dejado de observar un instante, mirar hacia otro lado y no decir nada». Nadie, excepto ella, se había dado cuenta. Ese estremecedor pensamiento —así lo definió—, rondó por su cabeza. «Los días siguientes estuve obsesionada por cualquier cosa que pudiera sucederte. Te vigilaba a todas horas, solo pensaba en protegerte, hasta cuando dormías». De esta manera pude comprender lo que supuso para ella, de repente, tener un hermano pequeño.
«Lo siento», dijo antes de deshacer el abrazo. Nos quedamos mirándonos. En su expresión había pudor, otra faceta igualmente inédita en ella. Supuse que habría venido desde lejos, de un lugar incierto, dado que hacía tiempo que había perdido su pista. Apartó la mirada como si no encontrara ninguna palabra apropiada, se acercó al féretro, observó durante unos segundos el cuerpo de nuestra madre reposando, y se retiró con intención de marcharse. Algo se encogió dentro de mí. Pese a todo, no había sido capaz de reaccionar. «Espera», le dije. Ella se detuvo. «¿No te quedas?», pregunté. «No», respondió con contundencia, sin importarle mi opinión ni la de la gente que habría reconocido a su alrededor y a la que no había siquiera dirigido la mirada para saludar. Dio un paso indeciso, volvió a girarse y dijo: «Hablaremos». A medida que desaparecía, los murmullos reemplazaban al silencio, hasta que las voces indiscretas, que desconocían o no comprendían, abrumaron la sala de reproches y viejas afrentas.


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Mario Blázquez, Madrid, 1976. Estudió Imagen y sonido, Fotografía, para después licenciarse en Ciencias de la Información y la Comunicación. Su manera de escribir ha estado, desde sus inicios, vinculada a lo visual. Dejando clara su facilidad para crear escenarios y ambientes vívidos. Desde muy temprana edad tuvo vocación y obsesión por el mundo de las letras y el cine. Cuenta a veces que creció entre cintas de VHS y libros prestados por la biblioteca. Ha publicado dos novelas: “Mi propia naturaleza” (2009) y “El mapa del limbo” (2015). Ha realizado trabajos como guionista de cortometrajes. Su amplio bagaje cultural le ha proporcionado un gran número de influencias literarias, musicales y cinematográficas. Por eso, leer a Mario Blázquez, es sumergirse en el neorrealismo, Bertolucci, perderse en el universo de Buñuel, conectar con la psicodelia de The Doors o pactar seguir un circuito por la ficcionalidad de Bolaño.