Fragmentos.


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Las desaparecidas

Secretos

El día que terminamos de vaciar la casa y, por fin, la dejamos lista para la subasta, mi hermano me preguntó si me acordaba de cuando jugábamos a la niña Leonor. De pequeños nos gustaba el juego de hacernos los muertos, de hambre o de frío, como se decía que había fallecido la criatura; la primera hija de mi abuela. Un bebé de solo unos días que, desde la guerra, estaba enterrado en una fosa común. Calculábamos el tiempo que aguantábamos sin comer, hasta que mamá nos arreaba un guantazo por insensatos y nos metía el caldo a cucharadas. Sin embargo, nuestro entretenimiento favorito era intentar soportar el frío. Desnudos en la terraza, cuando decían que el viento del norte congelaba hasta las almas en pena, nos turnábamos para quitarnos el pijama y de puntillas, sobre el suelo helado, entender cómo era eso de morirse de frío. Si los recuerdos no me mienten, en una de esas ocasiones, el reloj de arena que usábamos como cronómetro se atascó y dejé a mi hermano fuera demasiado tiempo. Luego se enfermó y pasó una semana en el hospital. Muchos años más tarde mamá dijo que estuvo a punto de perder a un hijo, como le había sucedido a su madre y a su hermana. Lo de la abuela lo sabía todo el pueblo. Cuando empezaron a abrir las fosas de la guerra, la historia de la niña Leonor terminó por saberla todo el país. Lo de la tía Federica tampoco fue una sorpresa. Nunca quiso tener hijos. Siempre nos decía que con mi hermano y yo éramos más que suficiente. Mamá se había ocupado de juzgar los embarazos no deseados de su hermana en las páginas de su diario. Aunque nunca explicó cómo se las había ingeniado su hermana para tener no una, sino, según mi madre, dos “pérdidas”, en un tiempo en el que era inconcebible que una mujer no quisiera tener hijos.
Desconozco si la abuela sabía algo sobre los abortos de mi tía Federica. No obstante, la yaya Leonor siempre repetía que las historias se heredan. Esa frase es una de las pocas sinrazones que recuerdo de mi abuela, que ahora me parece tener más sentido. Comprender cómo encajan las piezas de este puzle familiar me llevó más de la mitad de mi vida. Pero lo que me causó gran desconcierto y malestar, como si de repente caminara en arenas movedizas, fue darme cuenta de que mi hermano, mi alma gemela, había recompuesto un rompecabezas diferente al mío. Teníamos las mismas piezas y, sin embargo, la imagen final que habíamos construido estaba distorsionada.
Cuarenta años más tarde descubrí que el recuerdo que mi hermano tenía de ese evento en la terraza helada, durante el que estuvo a punto de morir, era distinto al mío. Nuestras historias no cuadraban. Es más, me di cuenta de que él mantenía recuerdos de sucesos y gentes del pueblo que a mí se me habían escurrido entre las grietas del subconsciente; se me habían evaporado o, desde hacía décadas, yacían putrefactas en las alcantarillas de mi hipocampo. En lo que atañe a esta ocasión habíamos vivido el mismo episodio, pero al transportarlo al presente lo habíamos transformado. Mi hermano me dijo que yo lo había vuelto a escribir a mi antojo, intencionadamente, como mamá nos enseñó a hacer con casi todos los sucesos familiares desagradables, llenos de sorpresas, que nadie se atrevía a desenvolver. Insistió en que había embellecido ese evento, que lo había recreado para amoldarlo a lo que mejor me convenía, algo que, según él, era mi rol de testigo inocente o de verdugo involuntario.
Aparentemente nuestros recuerdos no encajaban, porque para mi hermano lo que yo rememoraba era una fantasía, una construcción, una impostura literaria, una mentira que me había ideado para no enfrentarme a la verdad. Según él, en cuyas palabras no solo sentí resentimiento sino, también, unas tremendas ganas de clarificar un malentendido, aquella noche no lo había dejado encerrado en la terraza congelada solamente por un momento. No había estado expuesto a la intemperie por apenas unos minutos, ni tampoco había sido culpa del reloj de arena que, aunque debía medir el tiempo que alcanzaba a estar fuera, se había estropeado. Querida, esto no es Siberia. Nadie se agarra una hipotermia en una hora, por muy flaco y enfermizo que yo fuera de niño. No se entra en coma por tener el cuello decorado de hematomas, ni por estar un rato desnudo al frío. Venga, déjate de bromas, ¿de verdad no te acuerdas? No me jodas. ¿No dices nada? Eres increíble. Nunca supiste perder. ¿No te acuerdas o no te quieres acordar? No te reprocho nada, pero me parece que has hecho lo mismo con decenas de bulos del pueblo y con otros sucesos que decidiste ignorar o reescribir según te resultase más conveniente. En tus recuerdos, seguramente, la abuela no tenía la espalda cubierta de cicatrices, escamada como un pez, y la caja de zapatos de la Cuclilla nunca sucedió. Y en tu cabeza, mi “accidente” fue eso mismo, un accidente. ¿A qué sí? Lo tuyo es igualito a lo que la abuela le decía siempre a mamá. ¿Te acuerdas? Anda hija, cuéntame una de Nerón.
En la memoria que mi hermano conserva, hasta que se desmayó y despertó entubado en la sala de un hospital, estuvo más de diez horas a la intemperie; es decir, se pasó toda la noche fuera. En su recuerdo lo dejé abandonado a propósito, escuchándolo llorar, tiritando de frío, rogándome, suplicándome que lo dejase entrar mientras yo sostenía el maldito artilugio de arena agarrándolo como si fuera un arma, observándolo sufrir, sin inmutarme, temblando aterido, hasta que por fin no le quedaron más lágrimas, mirándome desaparecer a través del telón de sus párpados, el rostro entumecido y el cuerpito encogido en un ovillo tieso, que descubrió la abuela con las primeras luces del alba.
Aunque muchos años más tarde me sentaría a escribir un cuento basado en ese evento que en mi cabeza ya iba camino de convertirse en leyenda, igual que las historias que se contaban sobre la menciñeira o la dueña del Plaza, que un día ayudaba a los maquis del monte, otro era fascista, un domingo cualquiera era puta y hasta asesina, es posible que mi hermano tenga razón. En mi narración los dos niños eran inocentes y solo el reloj de arena fue culpable de un accidente que pudo haber tenido graves consecuencias.
Alguien escribió que en las leyendas el mundo está coloreado solamente de blanco y negro, los buenos son buenos y los malos son malísimos. En nuestro pueblo, sin embargo, estábamos cortados por un patrón de colores, oscuros, brillantes y cálidos. Tonos que fueron desapareciendo con el tiempo y el gobierno de la ignorancia. Al final de sus días la abuela decía que el único problema que tenía su tierra era que estaba llena de seres humanos y que por eso nos sucedían esperpentos que era imposible inventarse. El enemigo era el enemigo, pero estaba hecho de la misma carne que nosotros y seguramente en nuestra aldea, donde la endogamia parecía tan popular como jugar a la ruleta rusa, también llevaba nuestra misma sangre, un material genético posiblemente idéntico. La gente habla lo que le da la gana y los historiadores apuntan a su antojo, tan fácilmente como francotiradores en un día despejado. Con el tiempo la verdad se transformó en un billete manoseado, pesetas viejas, que ya no sirven para nada. Tal vez por esa razón mi hermano decidió estudiar historia y yo periodismo, porque los dos crecimos entre brumas y susurros, intentando observar e interpretar sucesos. No recuerdo si fue mamá, la abuela o Rosalinda, la dueña del Plaza, quien decía eso de que las palabras son redes que la gente te echa encima para atraparte; que tuviera mucho cuidado con ellas porque quien domina las palabras, domina el poder. No lo comprendí hasta que comencé a buscar a la tía Leonor en otro continente, la hermana mayor de mi madre, que había emigrado a América en 1952. No lo comprendí hasta que los terroristas nos cambiaron la vida, llegamos al siglo XXI y todo el planeta se autonombró legítimo observador internacional. Crecí intentando descubrir y evitar la manipulación que mi madre ejercía sobre mí, reescribiéndonos la realidad como le daba la gana. Todas sus patrañas estaban fundamentadas en protegernos de la verdad. Por eso, encontrar y hablar con mi tía Leonor, que se había ido tan joven, que se había enfrentado a ese mundo y que, seguramente, también tenía otra versión de mi familia, se convirtió en una obsesión. Durante años no hice otra cosa, hasta que un día cualquiera me desperté y la realidad me violentó la brújula para siempre. De la noche a la mañana el mundo cambió en un instante y, yo, me vi obligada a reemplazar a una desaparecida por otra.


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Mara Mahía (A Coruña, 1968) Estudió periodismo en Madrid pero creció en New York, donde vivió más de quince años y donde finalmente entendió el significado de la palabra emigrante. Allí hizo todo tipo de trabajos, mientras transformaba su aburrido castellano con grandes dosis de caribeño, escribiendo para varios periódicos latinos. En ese tiempo aprendió que para crear hay que observar, tomarse el tiempo; sentarse y respirar, y sobre todo empujar el lápiz todos los días. Mara lleva escribiendo toda su vida. Empezó con un carta (indignada) al director cuando tenía ocho años y continuó más tarde con artículos periodísticos, años de columnas de opinión y subway en NY, libros de cuentos para niños, etc. Ha publicado en inglés con McGraw-Hill, en la revista MacGuffin Magazine, The New York Times; en español con McGraw-Hill, Benchmark Education, en El Diario La Prensa (NY), Madera Berlin, NYU Esferas; y en gallego con la revista Luzes. Su prosa aparentemente sencilla narra historias cotidianas donde parece que “nunca pasada nada”. A través de un lenguaje ligero relata cuentos, donde simplemente la naturaleza humana nos hace temblar de emoción. Actualmente escribe con su perro en Berlin.