Parodos


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Parodos

En la bolsa había dos litros de cerveza, una botella de vino y media docena de huevos. Cuando atropellaron a mi padre, todo se reventó contra el suelo de la misma manera que su cráneo.
Levantaron el cuerpo unos minutos después, a varios metros de donde un Seat Ibiza del 2005 con la L en la luna trasera lo arrolló. Si su mujer —devota, edad mediana, estatura baja, mirada tristona, estrías en los muslos— hubiera estado presente, habría corrido a recuperar los restos craneoencefálicos repartidos por la carretera, como hizo Jackie Kennedy embutida en un traje de falda y chaqueta rosa. No era la primera vez que alguien se llevaba un susto en aquel cruce del bazar chino con la carretera de las piscinas, pero sí en la que un siniestro se costaba la vida de un vecino del pueblo.
El conductor —dieciocho años, botas deportivas, anillo en el dedo anular, rosario en el retrovisor— no pudo frenar a tiempo y se precipitó sobre el hombre que se cruzaba. Lo primero que pensó, antes incluso de haber pisado el pedal por completo, fue quién cojones podría ser, y todo el pueblo desfiló por su mente como en una audición de la parca. El chaval abrió la puerta y se acercó ligeramente hacia el cadáver, pero pronto un dolor le atravesó de los testículos a las cervicales y se acuclilló en el suelo muerto de miedo y arrepentimiento. Miró a su alrededor para asegurarse de si había testigos en la escena, pero no se percató de las miradas tras las ventanas. ¡Ay, qué avergonzado se habría sentido si supiera la docena de personas que, acongojadas en sus casas, corrían las cortinas y observaban el panorama propio de una plaza de toros, como si estuvieran frente a frente el torero muerto y la máquina, en el centro del cruce del bazar chino con la carretera de las piscinas! Fueron precisamente los responsables del bazar —cuerpos escuálidos, boquita entreabierta en uno, mirada severa en otra— los que llamaron a la Guardia Civil y corrieron a tranquilizar al joven inclinado sobre el asfalto. Para cuando llegaron los guardias, la viuda ya sabía que lo era.
Angustias Varas y Gil, esposa de José Sánchez Eterno, estaba trabajando en la fábrica de tomates cuando recibió la noticia. Todas las mujeres se disponían a lo largo de una cadena de montaje, y a esas horas del mediodía apenas había conversación a excepción de las palabras de la Emilia, que cuatro metros más allá explicaba la repentina venta de su piso. Bajó de su oficina Baldomero y con voz rota gritó el nombre de Angustias. Ella se volteó, se limpió las manos en el mandil y en un santiamén caminó en dirección a Baldomero para seguirle hasta la oficina. Se estaba quitando el gorro y rascándose el cuero cabelludo cuando su cuñada le anunció el atropello a través del teléfono. Angustias reaccionó pronto y bien; hasta pasados los minutos no se mostró preocupada. A diferencia de su serenidad, la fábrica se volvió una nave de cigarreras alborotadas cuando corrió la noticia.
«¡Que han atropellao al Morao!» se repartiría de boca a oído por todo el pueblo hasta la hora en que empezase el velatorio.
José, de los Moraos de Santibáñez el Alto, un pueblo de la sierra a veinte kilómetros, nacido con el tronío del varón crecido en Castilla, juerguista, alegre y cómico; amigo de la Benemérita, con la que brindaba cada doce de octubre una copita de coñac, y acompañante cada tres de febrero de los escopeteros de San Blas. Tenía una mente brillante para los chistes y los enumeraba en numerosas ocasiones en la barra de algún bar que visitaba para repartir calendarios de su cristalería. Gustaba también de entonar coplillas y canciones de una juventud lastrada por el trabajo y la pobreza, pero siempre con la ilusión de levantar imperios que nunca consiguió dejar para sus hijos. Entradas en la frente desde antes de los treinta. Era José, según su hermana, un poco frío, pero siempre con la mano abierta para protegerla cuando fuera necesario, rol que fue construyendo desde los doce, preparado para ser coronado patriarca de su familia cuando el padre falleciera. Se casaría después con Angustias y la conquistaría por su alegría e ingenios: que si unas flores bien cortadas del tiesto de su madre, una zambomba en Navidad cosida con tripas de la matanza sobrantes, un achuchón en una callejuela oscura o la despedida mutua a la virginidad con varios años de por medio hasta el matrimonio. Aceptó José de buena gana los comentarios que el pueblo iría clavando con alfileres de mala lengua en los años que Angustias estuvo sin poder concebir. Ofrenda a la Virgen de Guadalupe y romero untado en los testículos y nacería Tristán, niño de sus ojos que nunca le siguió los pasos. Disfrutó José de una década de buenos tiempos y mesones en familia, carretes de fotos para las vacaciones en Huelva y alguna mariscada en Santiago. Fueron los años donde fantaseó con el futuro de la cristalería y de su vida, en los que se creyó padre ejemplar, marido fuerte, palillo en la boca y a la pena muerte. Y junto a él, Angustias pasó los años más bonitos. Con el tiempo, los días cambiaron y se encontró un día el Morao más cansado que nunca, envenenado a deudas; raro era en él entrar vociferando alegrías por la puerta del bar y verle ya acompañado de Angustias, que se tuvo que poner a trabajar en la fábrica de tomates. Se volvieron hogar silencioso, televisor encendido y manos entrelazadas frente a la chimenea de la cocina cuando el niño se marchó y les visitaba en rara ocasión. El Morao era hombre grande, el pueblo lo sabía, y para Angustias era José torre inquebrantable, pilar recostado en las espaldas de ella. Por eso sintió el pinchazo en la espina dorsal cuando bajaba las escaleras de la fábrica en dirección a la salida.
Su cuñada la fue a buscar en coche para que no tuviera que cruzarse con los vecinos por la calle al volver a casa.
Angustias. ¿Has llamado a Tristán?
Cuñada. Ya está al tanto.
Angustias. ¿Me enciendes la caldera y me doy una ducha?
Angustias estuvo cinco minutos bajo el agua, apenas se pasó jabón por las axilas, sentía que no lo necesitaba. El agua le llenaba de paz, le bloqueaba los oídos, la vista y parecía transportarla hasta otra atmósfera. ¡Cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando! Después se vistió con la muda que le dejó dobladita la hermana de José sobre la cama y ambas mujeres, llorosas y abrazadas, se metieron en el coche y condujeron hasta la funeraria. «¡Maldita suerte que sea un coche el que me tuviera que transportar!» pensaría después Angustias en casa. Aparcaron junto al puente y caminaron agarradas hasta el tanatorio, donde las esperaba una decena de mujeres vestidas de negro.


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Millanes Rivas (Moraleja, Cáceres; Aries, 1994). Tras graduarse en Comunicación Audiovisual, estudió en el Institut del Teatre de Barcelona un Máster en Estudis Teatrals y publicó su artículo La pasión oscura. Sexualidades alternativas en el teatro lorquiano. Ha vivido en Cáceres, Salamanca, Barcelona, Granada y Madrid. Actualmente ejerce la codirección de la Compañía La Lejana. La dramaturgia y el flamenco son sus principales intereses.